Viajar es descubrir, es despertar la curiosidad por el mundo y todo lo que en él se encuentra, es saber que conformarse no puede ser nunca un estilo de vida. Viajar es una dosis de activación sensorial.

Nada como estar en un lugar por primera vez para reactivar los sentidos, para experimentar la emoción de saber que cada día será un nuevo comienzo donde todo puede pasar. La adrenalina corre por las venas y desde el momento en que empiezas a planificar la nueva ruta comienza la aventura.
Mi primer viaje lo hice con apenas varios meses de nacida. Desde entonces mi pasaporte es mi carta de presentación y ese sustico en el estómago que te provoca el avión justo antes de despegar es una de mis sensaciones favoritas ya sea para iniciar un vuelo de 14 horas rumbo a Japón o 30 minutos de una cordillera a la otra en América del Sur.

Puede ser un viaje educativo, de negocios, aventura o recreación, pero siempre hay algo que aprender, de las situaciones más simples hasta esas que te ponen a prueba. No es solamente experimentar otra cultura, es descubrirte en un contexto totalmente diferente. Vas conociendo tus fortalezas y debilidades mientras construyes una versión más auténtica de ti. Experimentas el mundo desde otra óptica, y la realidad ya no es esa que se percibe en las noticias sino la que tú mismo has hilado con las historias de la gente que se va cruzando en tu camino



Entre un sello de pasaporte y el siguiente, entre una estación y la otra, entre maletas, mapas y expectativas entiendes que las cosas no son blancas o negras, sino que tienen toda una gama de matices. Aprendes abrazar la diversidad y aceptar la incertidumbre.
Viajar te hace una persona más sensible, tolerante y humana.

He conocido gente que están desarrollando ideas revolucionaras, jóvenes que no sueñan con cambiar el mundo sino que ya se han despertado y lo hacen.
He visto como viven algunas personas en las zonas más pobres del planeta y como malgastan los recursos otras de las zonas más adineradas, generando una injusta desigualdad.
He compartido con indígenas que mantienen sus costumbres a pesar de los avances propios de la globalización.
He aprendido como se puede lograr mucho con poco y como a veces los mejores planes son los que surgen en el momento y se van desarrollando sin hacer muchas preguntas.
He visitado ciudades sostenibles, montañas cubiertas de molinos generadores de energía eólica, procesos rigurosos de reciclaje y tratamiento de las aguas.
He vivido la felicidad de un reencuentro después de muchos años en los pasillos de un aeropuerto, y he llorado incontables lágrimas en despedidas con desconocidos que en pocos días se convirtieron en familia elegida.


Al final del día, cuando la adrenalina se regula y la tranquilidad momentánea retorna, te das cuenta que hay algo de toda esa magia que sigue dentro de ti, plapitando, susurrando y conectando ideas sueltas que se convierten en proyectos sustentables, en respuestas a grandes interrogantes que se han venido haciendo mucha gente en distintos lugares. Lo que antes tenía forma de una realidad distante y aislada hoy son aportes. Encuentras un propósito, un por qué.
El mundo de repente no parece tan grande y te convences que no hay mejor inversión que esa que te permite explorar tierras lejanas y aprender mientras vas dejando algo de ti en cada rinconsito que pisas y a la vez te llevas otras tantas cosas invaluables.
No hay mejor inversión que esa que te enseña las verdaderas lecciones de la vida; mientras descubres un universo de posibilidades infinitas.




