Recuerdo cada detalle.
Es increíble como algunos momentos de nuestra vida los podemos memorizar de forma tan específica. Sin importar que haya pasado un día o un año. Es como leer el mismo libro varias veces, saboreando hasta los puntos y las comas, bien lento porque no quieres que se acabe.
Recuerdo desde la conversación del día anterior con mis roommates sobre quién se iba a bañar primero porque teníamos que estar puntual en la universidad para ese día tan especial, hasta la curita que me puse en el pie derecho. Me veo caminando entre los adoquines de Lund, con el folder azul que contenía el discurso de graduación en mis manos. Pisando las grietas por donde la maleza empezaba a crecer y las flores silvestres se mezclaban con el camino. Lo árboles grandes, centenarios, con las hojas de un verde brillante que al ritmo del viento dejaban pasar los rayos de sol. La campanita de las bicicletas que recordaba a los peatones a no quedarse parados en su via.
Llegamos al meeting point, a muchos de los compañeros de master no los habíamos visto desde que entregamos tesis. Abrazos, we made it, fotos en la fuente del edificio principal, fotos debajo de la magnolia, algarabía. Murmullos que rompían el acostumbrado silencio nórdico. Alegría. El bombillito rojo parpadeando en mi celular, mensajes de mi novio (hoy esposo), y mi papá, que en la distancia se unían a la celebración.
Recuerdo la ceremonia de graduación, las bocanadas esporádicas de aire que aumentaban según se acercaba el gran momento. Iniciamos, las trompetas, la marchas, las puertas que se abren, el inicio del desfile. Recuerdo ver a mi mamá, rebozada de orgullo, sosteniendo uno de los libritos con el programa de mano y agitándolo en el aire, mi hermano, mis tíos mezclados entre un público de muchas caras extranjeras. Recuerdo mis dedos haciéndole presión al folder para que no se fueran a salir las hojas con las palabras que pronto me tocarían decir.
Inició la ceremonia, solemne, propia de una institución académica con 350 años de historia. Entonces escuché mi nombre, el momento había llegado, y con pasos firmes empecé a subir los escalones hasta el podium. Había sido elegida para dar el discurso en nombre de todos los graduandos. Llegué al podium, hice una pausa segundos antes de empezar a leer lo que hacía unos días había escrito en una ráfaga de inspiración bajo un atardecer escandinavo.
Era consciente de que ese momento pasaría y de que lo contaría muchas veces a otros y a mi misma, lo sabía y quería estar bien presente, que no se me escapara ningún detalle, disfrutarlo, abrazarlo. Estar ahí representaba mucho y no solo para mi, si no para mi país, para tantas mujeres que se atreven, que sueñan y que hacen que las cosas pasen.
Terminé el discurso, siguió la entrega de diplomas, la ceremonia oficial y luego los abrazos, las fotos, los “see you somewhere in the world” (porque cuando tantas nacionalidades convergen en un mismo espacio el mundo ya no parece tan grande). Una mezcla de nostalgia con no quiero decir adiós, de emoción por todo lo que viene con y ahora que. Tantos retos por delante, tanta vida por vivir, tantas cosas por hacer, tanto por todavía aprender, nuevos sueños que alcanzar y papel en blanco que rellenar.
Antes de irme fui a la biblioteca, el primer edificio que visité cuando en el 2016 llegué a Lund, de ladrillos, como un castillo salido de una fantasía. Enredaderas y ventanas de estilo gótico. Mi mamá y el resto de la familia se quedó más atrás. Caminé hasta la entrada con mi diploma en mano, mi misión ahí estaba completa, lo que en algún momento pareció lejos, difícil, distante… ya era un sueño materializado, vivido, cumplido.
Lund, contigo la regla del tiempo no aplica, porque no se si realmente ya hace un año de aquel día o si fue ayer, que nos dijimos adiós, que nos vimos por última vez.
Fue perfecto, eso si.
Ni yo misma, lo hubiera imaginado así.
Gracias por tanto, por todo, por más.

Ivanna.