People like us we don’t
need that much just someone that starts
starts the spark in our bonfire hearts
Había escuchado del país de los duendes, el de los acantilados, las verdes llanuras, la cerveza negra, los celtas, castillos, magia y encantos, y si, fue todo eso y más.
Un viaje no planificado pero que daba vueltas en mi mente desde hacia ya varios meses luego de leer “Una noche de invierno” en el que narraba la historia de unos viajeros que se conocen en una casa de huéspedes en Irlanda.
Divagando por las calles de Inglaterra y buscando vuelos para volver a Madrid nació la idea de hacer un desvió, agregar unos días más a la agenda y “cruzar” a Irlanda, si, no, me voy, me quedo… y entre una cosa y la otra me fui. El viaje fue corto, tiempo justo para dormir una brevísima siesta y escribir unas líneas en mi cuaderno, mientras la emoción de unos ojos que verán por primera vez todo su alrededor me mantenía en vela, un insomnio placentero, podría decir.
Llegamos, todo era verde, todo era frío, nublado y misteriosamente hermoso. Luego de explicar por casi 10 minutos en migración qué buscaba una Dominicana en Dublín volando desde Londres portando pasaporte americano y que según alegaba estaría en Madrid por unos meses, inició la aventura.
El plan era simple, una noche en Dublín, luego cruzar la isla en carro hasta Galway, un pueblito costero y desde ahí volar a Aran Islands, una islitas no turísticas casa de unas 800 personas que viven del mar, recorrer la zona, a pie, en bicicleta y autobús y visitar las construcciones celtas. Conocer a otros viajeros, explorar, ser libre, abrir la puerta a los vientos del norte y dejar que soplen, que hagan de las suyas.
Gente, gente, mucha gente, alcohol en las venas, graffiti, poesía en las esquinas, flores en paredes grises, bares y el caminar agitado de las horas que pasan definen Dublín, y matizaban el ambiente. El Trinity Collage fue una de las primeras paradas, una reconocida Universidad en el centro de la ciudad famosa por su impresionante biblioteca donde se encuentra el “Book of Kells”, unos manuscritos celtas con más de 800 años de antigüedad, aproveché y compré el Cadilag Ring, anillo irlandés que representa amor, lealtad y amistad, su nombre lo adquiere de una aldea de pescadores al oeste de la isla de donde era su creador Richard Joyce. Feliz con mi pedacito de historia en los dedos llegó la hora de la cena, donde un antiguo banco convertido en restaurante me acogió por el tiempo suficiente de una copa de vino y la hamburguesa de la casa, si hamburguesa, un viaje muy largo para inventar con platos poco familiares.
Al día siguiente el sol salió con disimulo, día dos y un largo viaje a Galway esperaba, carretera, mapas y flores amarillas, una mezcla interesante que desembocó en la costa oeste, donde la lluvia y un viento no invitado fueron los anfitriones. El vuelo saldría en unas horas y a juzgar por el clima todo podía pasar. Tras tiempo de intriga dieron la noticia, el vuelo había sido cancelado, no era recomendable abordar una avioneta para cinco personas bajo esas circunstancias. La señora del mostrador nos entregó un rembolso y nos dijo a modo de secreto – casi sale un ferry, si se dan prisa pueden alcanzar el último- rayó un talonario de factura y nos señaló como llegar. Equipaje en manos y a paso apresurado llegamos al puerto. – A buen tiempo, ya casi nos vamos – dijo en un inglés acentuado, era una señora mayor acompañada por un amigable perrito y un canasto con verduras, hablamos hasta que llegó la hora de abordar, quedó maravillada al saber que venía de una isla del Caribe, me contó que por mucho tiempo fue su viaje soñado, que la vida le había cambiado los planes y ahora debía dedicar sus días y ahorros a cuidar su esposo enfermo. No dude en ofrecerle un espacio en caso de que se animará a visitarme, ella sonrió y por un momento sé que en sus ojos todo fue nuevamente posible.
Y ahí iba yo, sobre el mar picado, bajo el cielo gris, camino a un pedacito de tierra del que meses antes ni siquiera sabía su existencia, con una mochila, una libreta para mis notas y la curiosidad a flor de piel. Previamente habíamos hecho los arreglos con una casa de huéspedes en Aran Islands para quedarnos durante los días ahí, la dueña ofreció pasarnos a recoger al puerto y darnos los detalles de la zona. Y así lo hizo.
Con el pelo alborotado, botas altas de una goma que alguna vez fueron de un color intenso, abrigo impermeable y una efusiva sonrisa movía su mano de un lado al otro hasta que pude verla. Le había dicho que llevaría una bufanda azul y abrigo kaki, y debo agregar que mi apariencia isleña también hacía un poco de ruido. Nos subimos a su van azul, acompañada de su perro y su hija pequeña y manejamos hasta extremo de la islita de apenas 16 kilómetros de largo. Una sola calle principal, rodeada de piedras y verde pasto. Sólo 2 hoteles, casa de huéspedes, algunos restaurantes e iglesias, un súper mercado, 2 tiendas de lana y una de artesanías celtas, un centro de información y el puerto, eso completaban el panorama de toda la zona.
Llegamos a la cima de la colina, en el camino me contó que la casa era de su madre, pero al morir heredó el negocio y desde entonces ha hecho de la atención de huéspedes su diario vivir. Es muy amable, evidencia su alegría por mi presencia – la cosa ha estado floja en los últimos meses – agrega – ya las islas han dejado de ser atracción de los turistas que prefieren la comodidad y actividades nocturnas de Dublín u otras ciudades más pobladas y hemos pasado a segundo plano, los más jóvenes se han ido en busca de una mejor vida y sólo unos pocos quedamos aquí, pero vendrán tiempos mejores – agregó en tono esperanzador, aunque presiento que ninguna de las dos nos creímos esa última parte de la historia.
Me llevó hasta la que sería mi habitación, me dijo que el desayuno sería servido a las 8:30 a.m. y luego podía salir a explorar. Le agradecí la hospitalidad y asentí con la cabeza. Dejé el bulto en la cama, me quité las botas y con intriga moví la cortina, el frío se escurría por la rendija de la ventana de cristal y madera blanca que me regalaba una vista en primera fila. A la derecha a un cementerio de cruces celtas y pescadores caídos y a la izquierda el mar en libertad, ambos separados por una colina y matices de verdes, Esto será interesante, me dije, y si que lo fue.
Lo mejor fue que terminando el viaje encontré la tinaja de oro al final del arcoiris, escondida en cada una de las cosas que vi, la gente que conocí, los trechos que caminé. En todo lo que aprendí y en las historias de las personas que hasta el momento no existían en mi contexto y ahora tienen rostro, nombre y apellido. Como leí por ahí, viajar no es sólo acerca de experimentar otras culturas, se trata de experimentarse uno mismo en un contexto totalmente nuevo. Atesoro el sol en sus costas, el sonido de las olas al romper con los acantilados, los barco que anunciaban su llegada al puerto y las gaviotas que entonaban el paisaje.
Las condiciones climáticas favorables nos permitieron abordar la pequeña avioneta para el regreso a Galway y desde ahí tomar carretera hasta Dublín. Mientras tanto nos abriamos paso entre las nubes, el mar azul y los rastros de tierra que se esfumaban a lo lejos.

































